viernes, julio 16, 2010

El Futuro de Dios: más allá del mercado y del patriarcado, la mística y la liberación

JUAN JOSÉ TAMAYO
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones.
Universidad Carlos III de Madrid
A José Saramago, que me ha enseñado a hablar de Dios como silencio del universo.

Pareciera que estuviera pensando en él Ernst Bloch cuando escribió en el frontsicipio de su libro Atheismus im Christentum este aforismo: “Sólo un ateo puede ser un buen cristiano, sólo un cristiano puede ser un buen ateo”.

Agradezco la invitación a participar en este Congreso sobre Dios, en el que dialogan la filosofía, la ciencia y la teología. Dios como problema, no como solución, como pregunta y no como respuesta. Cuando nos sabíamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas. El tema del Congreso no puede ser más sugerente y provovador: ¿Dios vive o es verdad que ha muerto? Está en sintonia con la crisis y la problematización de Dios en la modernidad y con la mejor herencia del cristianismo y de la teología latinoamericanas, desde Bartolomé de Las Casas, Vasco de Quiroga, Antonio Montesinos, Antonio Valdivieso, pasando por la teología mística de Sor Juana Inés de la Cruz, hasta la teología de la liberación. El tema se plantea desde tres campos, otrora enfrentados y hoy en diálogo cerírico y exigente, pero fecundo: la racionalidad filosófica, científica y teológica, tres racionalidades críticas, no dogmáticas.



Uno de los cometidos fundamentales de la teología, de toda teologia, hoy es plantearse el problema de Dios y de su futuro, pero no en abstracto e intemporalmente, sino en las nuevas coordenadas religiosas y culturales. Del futuro de Dios depende, en buena medida, el futuro de las religiones teístas.

El enfoque de esta conerencia es el siguiente. Primero analizaré los diferentes escenarios en los que se juega el porvenir o el futuro de Dios, centrándome en cinco: el mercado, el patriarcado, el fundamentalismo, la mística y la liberación. Los tres primeros buscan la legitimación religiosa de cada uno de los escenarios analizados: el mercado, el patriarcado y el fundamentalismo. No importa tanto Dios, como su función legitimadora de los distintos poderes. Los dos últimos, la mística y la liberación, constituyen, a mi juicio, la verdadera alternativa. Son escenarios a primera vista opuestos, pero, en realidad, complementarios y armónicamente artículados: la mística es la esencia de la religión y vive hoy un momento de gran vitalidad; la liberación es una de las dimensiones fundamentales de las religiones, al menos las de carácter ético-profético.
Las presentes reflexiones me vienen sugeridas por la definición que de Dios diera José Saramago como silencio del universo y que compartimos en compañía de Pilar del Río y Sofía Gandaria una mañana de enero de 2006 en la plaza de la Giralda de Sevilla.

A vueltas con Dios

El problema de Dios recorre la historia del pensamiento occidental. Circunscribiéndonos a la Modernidad pueden apreciarse las siguientes etapas en el planteamiento de la probloematicidad de Dios. En la primera se busca la armonía entre Dios y razón con Descartes , Leibniz y Pascal. En la segunda se cuestiona dicha armonía, en la Ilustración Inglesa y Francesa. En la tercera se intenta reconstruir la armonía, bien bajo el primado de la razón práctica, bien por la vía de la razón especulativa con Kant y Hegel respectivamente. Luego viene la ruptura de la armonía con los maestros de la sospecha Feuerbach, Marx, Nieztsche y Freud y la filosofía analítica.

Hoy el problema se sitúa en los secenarios anteriormente indicados: bajo el asedio del Mercado, bajo el poder del patriarcado, bajo el fuego cruzado de los fundamentalismos y en el hotrizonte de la mística y de la liberación, que voy a pasar a analizar.

Dios, bajo el asedio del Mercado

El pecado de idolatría con el que se encontró Moisés al bajar del Monte Sinaí con las Tablas de la Ley fue la adoración del pueblo hebreo al becerro de oro, incompatible con el primer mandamiento del Decálogo: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, del lugar de la esclavitud. No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas de debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian, pero tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos. No pronunciarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en falso…” (Éx 20, 1-7). La alternativa es la fe en el Dios liberador. Conforme al monoteísmo ético de la religión de Israel, de Jesús de Nazaret y de Muhammad.

La idolatría se manifiesta hoy en la modalidad del Mercado. Sygmunt Baumann afirma que la ética vive hoy bajo el asedio del Mercado. Lo mismo cabe decir de Dios. El Mercado se ha convertido en una religión ”monoteísta”, que ha dado lugar al surgimiento del Dios-Mercado. Ya lo había advertido Walter Benjamin con especial lucidez en un artículo de los años veinte del siglo pasado titulado “El capitalismo como religión”. Su tesis es que “el cristianismo no favoreció en tiempo de la Reforma el surgimiento del capiitalismo, sino que se transformó en el capitalismo” y que éste es un “fenómeno esencialmente religioso” . La identificación entre cristianismo y capitalismo es tal que cuando se habla de la necesidad de salvar la civilización cristiana y de defender a Occidente de los poderes de las tinieblas, dice Benjamin, lo que se tiene en mente es la defensa del capitalismo. Tocar, más aun, rozar el capitalismo o simplemente mencionarlo es como tocar o cuestionar los valores más sagrados, “una religión que consiste en el mero culto, sin dogma”. El capitalismo se ha desarrollado en Occidente parasitariamente respecto del cristianismo, hasta el punto de que, al final, la historia del cristianismo “es, en lo esencial, la de su parásito, el capitalismo”.

Entre las características del capitalismo como religión cabe destacar las siguientes: la adoración al oro del becerro, en su modalidad del culto al dinero, el ocultamiento de Dios y la culpabilización sin expiación. El caitalismo, dice Benjamin, es, quizás, el primer caso de un culto culpabilizante, no expiante, que torna la culpa universal y implica a Dios mismo en esa culpa. La inaudito del capitalismo es que la religión ya no es reforma del ser, sino su despedazamiento.

Lo que dice Benjamin del capitalismo es aplicable hoy al neoliberalismo que se configura como un sistema rígido de creencias, funciona como religión monoteísta, de un solo Dios, el Mercado, que suplanta al Dios de las religiones monoteístas, aparece como un dios celoso que no admite rival, proclama que fuera de él no hay salvación, se apropia de los atributos del Dios de la teodicea: omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia, providencia; predica el neoliberalismo como nueva verdad revelada, presenta los beneficios del mercado como gracias y dispensaciones divinas; profesa un Credo económico, el Consenso de Washington, con sus corrrespondientes artículos de fe, posee sus textos sagrados (los de Hayek, Friedman y demás economistas neoliberales) y descalifica los considerados apócrifos; celebra sus “asambleas litúrgicas” en las reuniones del G-8, BM, FMI, OMC, donde se toman las grandes decisiones sobre la economía mundial; reprime las asambleas de los movimientos alterglobalizadores; tiene sus vías de influencia en la opinión pública a través de las llamadas “biblias de inversores y especuladores de bolsa” (Ramonet), que anuncian el evangelio de la felicidad; proclaman el dogma d ela rivatizacion como solución a todos los problemas. Tiene sus sacramentos, que son los productos comerciales publicitados de forma atractiva con mensajes subliminales orientados a motivar el consumo compulsivamente. Como las religiones posee sus lugares sagrados, los bancos, a los que se dirigen con la misma devoción y respeto con que se acercan a los templos en las solemnidades litúrgicas. Ofrecen sacrificios en el altar de la globalización neoliberal donde se sacrifican vidas humanas, las de los pobres, como al dios Moloc o a Zeus y la vida de la naturaleza. El Dios-Mercado exige sacrificios y se muestra inmisericorde con los países pobres, a quienes obliga a pagar la deduda una deuda externa que se tona eterna, hasta el último céntimo de euro o de dólar, y se muestra insensible a los sufrimientos de las víctimas. La religión del mercado tiene muchos seguidores. Es quizá la más numerosa hoy. Cuenta, además, con un alto clero supranacional.

Dios, bajo el poder del Patriarcado

El cristianismo “realmente existente”, es decir, el doctrinalmente ortodoxo y el organizado jerárquicamente, es la “religión del P(p)adre” –con mayúscula y con minúscula-. Se basa en la imagen de Dios padre y defiende la superioridad del pater familias, que legitima la ideología del Patriarcado. “Padre” es la imagen más frecuentemente utilizada en el lenguaje cristiano para dirigirse a Dios o hablar con él en la oración, para hablar de él y para definirlo. La teología cristiana es teología del Padre. La oración cristiana por excelencia es el “Padrenuetro”, que se hace remontar al propio Jesús quien la habría enseñado a sus discípulos y que enseña a los cristianos y cristianas desde su más tierna infancia. La relación con Dios es de carácter paterno-filial.

Los atributos aplicados a dios son en su mayoría varoniles y están relacionados con el poder: Dios vengador, señor de los ejércitos, guerrero, rey, príncipe juez, pastor, sobreano, creador. La masculinización de Dios lleva derechamente a la divinización del varón. Como afirma Mary Daly, “si Dios es varón, el varón es Dios”. En la cultura patriarcal el padre viene a representar la dependencia en la que se encuentra el individuo. Dorothee Sölle critica las fantasías falocráticas proyectadas por los varones sobre Dios, cuestiona la adoración al poder convertido en Dios y se pregunta si puede haber una defensa de Dios que no resulte satánica. Éste es su testimonio:
“¿Por qué los seres humanos adoran a un Dios cuya cualidad más importante es el poder, cuyo interés es la sumisión, cuyo miedo es la igualdad de derechos? ¡Un ser a quien se dirige la palabra llamándole ‘Señor’, más aún, para quien el poder por sí solo no es suficiente, y los teólogos tienen que asignarle la Omnipotencia! ¿Por qué vamos a adorar y amar a un Ser que no sobrepasa el nivel moral de la cultura actual determinada por varores, sino que además la estabiliza? La esclerosis de una religión que había estado orientada desde sus orígenes a la liberación posee inmensos rasgos de patriarcalización… A Dios se le masculiniza en dos sentidos: se erradican los cultos matriarcales y queda relegada la ‘otra’ faceta femenina de Dios, la faceta relacionada con la naturaleza. La masculinización de Dios, intensificada hasta el extremo en el cristianismo, tal como se expresa en el lenguaje puramente androcéntrico, va siempre acompañada por la divinización del varón”.

Dios, bajo el fuego cruzado de los fundamentalismos

El fuego cruzado de los fundamentalismos a la hora de hablar de Dios, de dirigirse a él, de utilizarle a Dios, en una palabra, de manipularlo en todos los terrenos del saber, del poder, del ser y del quehacer humano: he aquí una de las principales contradicciones de las religiones “Dios –afirma Martin Buber- es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada... Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra ‘Dios’. Se asesinan unos a otros, y dicen: ‘lo hacemos en nombre de Dios’... Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de ‘Dios’ ¡Qué bien se comprende que muchos propongan callar, durante algún tiempo, acerca de las ‘últimas cosas’ para redimir esas palabras de las que tanto se ha abusado”.

Comparto el juicio de Buber sobre el abuso, la manipulación, el vilipendio y la mutilación de la palabra ‘Dios’ en la historia de la humanidad, plagada de cruzadas, de guerras de religión, de invasiones y colonizaciones en nombre de Dios, de tribunales inquisitoriales con quema de brujas y herejes, limpiezas étnico-religiosas, regímenes confesionales dictatoriales, sacrificios humanos ofrecidos a las deidades, terrorismo fundamentalista, etc.

Las palabras del filósofo judío Buber cobraron especial actualidad y confirmación en los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, que costó la vida a cerca de 3000 personas, del 11 de marzo de 2004 en Madrid con 192 muertos y miles de heridos, del 7 de julio en Londres y y en otros actos terroristas llevados a cabo en nombre de Dios. El nombre de Dios se ha utilizado para destruir el tejido de la vida de miles de personas y sembrar el terror de manera indiscriminada en la sociedad, apelando a una deidad despiadada, necrófila y sanguinaria.

El primer nombre dado a la operación puesta en marcha por la gran coalición mundial en torno a los Estados Unidos como respuesta a los atentados del 11 de septiembre, “Justicia Infinita”, apelaba también a Dios, al menos indirectamente, y no precisamente como pacificador. Con el adjeivo "Infinita" se estaba revistiendo la operación de un aura sacral y divina, que remitía derechamente a la desmesura en el castigo y la venganza, tan frecuente en el comportamiento de los dioses. La expresión “Justicia Infinita” comparte la puesta en práctica de la ley del talión con el consiguiente retroceso en la conciencia ética de la humanidad. De nuevo el recurso a Dios, y no a sus atributos más compasivos y misericordiosos, sino a los más sanguinarios, para legitimar el uso de la violencia a nivel internacional contra publaciones enteras.

Este ritual bélico-religioso-sacrificial viene repitiéndose con periodicidad cíclica. A principios de la década de los 90 del siglo pasado tuvo lugar con motivo de la Guerra del Golfo Pérsico. Los dos principales contendientes apelaron a sus respectivos dioses para justificar la declaración de guerra: George Bush, al Dios cristiano, Sadam Hussein, a Allah. Ya en pleno siglo XXI el ritual ha vuelto a escenificarse con motivo del atentado contra las Torres Gemelas por parte de Osama Bin Laden, quien ha apeló a Allah, y de George Bush como justificación de la guerra contra los pueblos de Afganistán y de Iraq.

Esa misma apelación ha sido la de Ariel Sharon en la matanza de Shabra Chatila, de Olmer contra Hebzulá y de Olmer contra el pueblo palestino en diciembre 2008-enero 2009 con el resultado de 1400 muertos. Recuerdo lo que escribiera Manuel Vázquez Montalbán en el diario El país el 8 de abril de 2002 en un artículo titulado "Imperialismo": "Si prospera la lógica neoimperial, el valor de la política, económica y estratégicamente correcto, quedaría por encima de las presupuestos beneficiantes del liberalismo. La Teología Neoliberal, revelada por un dios a Hayek en la cumbre de Monte Peregrino, se supeditaría a la Teología de la seguridad, revelada a Ariel Sharon en el Sinaí. Probablemente se trataba del mismo Dios. Ese Dios especializado en aparecerse en montañas sagradas para anunciar los cambios de horarios éticos y las rebajas de los derechos humanos, gran liquidación, fin de temporada".

No pocos textos fundantes de las tres religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, procedentes del tronco común de Abrahán, presentan a un Dios violento y sanguinario, a quien se apela para vengarse de los enemigos, declararles la guerra y decretar castigos eternos. Con estos ingredientes se construye la trama perversa de la violencia y lo sagrado, que da lugar a lo que el antropólogo René Girard llama acertadamente “sacralización de la violencia”. Como no puedo entrar aquí en un estudio pormenorizado del tema, voy a mostrar algunos ejemplos. El Antiguo Testamento, asevera el biblista Norbert Lohfink, “es uno de los libros más llenos de sangre de la literatura universal”. Hasta 1.000 son los pasajes que se refieren a la ira de Yahvé que se enciende, juzga como un fuego destructor, amenaza con la aniquilación y castiga con la muerte. El poder de Dios se hace realidad en la guerra, y su gloria se manifiesta en la victoria sobre los enemigos. Según el biblista R. Schwager, “el tema de la venganza sangrienta por parte de Dios se encuentra en el Antiguo Testamento con más frecuencia todavía que la problemática de la violencia humana. Ningún otro tema aparece con tanta frecuencia como el del obrar sanguinario de Dios”. Entre los pocos documentos completos del Antiguo Testamento que no asocian a Dios con la guerra están los libros de Rut y Cantar de los Cantares.

En el Nuevo Testamento aparece el Dios sanguinario, al menos indirectamente en la interpretación que algunos textos ofrecen de la muerte de Cristo como expiación por los pecados de la humanidad. Dios reclamaría el derramamiento de la sangre de su Hijo para aplacar su ira. El Dios que aparece en esta interpretación, desarrollada por san Anselmo en el siglo XI y convertida en oficial durante muchos siglos, necesita de la sangre de las víctimas, cual Moloc, y no de una víctima cualquiera, sino la de su propio Hijo inocente, que paga por los verdaderos culpables.

Las imágenes que el Corán ofrece de Dios no son menos violentas que las de la Biblia judía y cristiana. Allah, como antes Yahvé, se muestra implacable contra los que no creen en Él. “¡Que mueran los traficantes de mentiras!”, dice el libro sagrado del islam. Dios puede hacer que a los descreídos se los trague la tierra o caiga sobre ellos un pedazo de cielo; para ellos sólo hay “el fuego del Infierno”. Para los injustos, no hay ayuda, socorro. El simple pensar mal de Alá comporta la maldición. En el Corán son constantes las referencias a la lucha “por la causa de Dios”, incluso hasta la muerte, contra quienes combaten a los seguidores de Alá. Muy al principio, en la comunidad de Medina bajo la dirección de Mahoma, se dan acciones guerreras defensivas y ofensivas.

Por muy creyente que uno sea de esas religiones, no puede considerar reveladas las tradiciones que justifican la violencia en nombre de Dios, ni puede tenerlas por palabra de Dios y menos por normativas. Todo lo contrario: en cuanto “textos de terror”, según la certera expresión de la teóloga feminista Phyllis Trible, deben ser excluidos de las creencias y de las prácticas religiosas, así como del imaginario político y social. de la humanidad. Considero con Martin Buber que “sí podemos, mancillada y mutilada como está (la palabra ‘Dios’), levantarla del suelo y erigirla en un momento histórico trascendental”. Porque si en las tres religiones monoteístas existen numerosas e importantes tradiciones que apelan al “Dios de los ejércitos” para declarar la guerra a los descreídos e idólatras, también las hay que lo presentan con un lenguaje pacifista y tolerante.

En los textos sagrados de las tres religiones monoteístas hay también textos que apelan al Dios de la Paz de distintas formas. En el Corán Dios es invocado con apelaciones carentes de tono belicoso, como el muy Misericordioso, el más Generoso, Compasivo, Clemente, Perdonador, Prudente, Indulgente, Comprensivo, Sabio, Protector de los pobres, Paz, etc. En repetidas ocasiones el Corán llama a resistir las hostilidades: “Y cuando ellos (los enemigos) se inclinan a la paz, inclínate tú a ella y confía en Dios”. “Y cuando ellos (los infieles) se mantienen alejados de vosotros y no luchan contra vosotros, y os ofrecen la paz, entonces no os permite Dios a vosotros ir contra ellos”. Según los propios intérpretes musulmanes, el término yihad no significa “guerra santa” ni hace referencia a una permanente predisposición bélica en el islam. Su significado es esfuerzo moral en el camino hacia Dios. El propio Corán asevera sin ambages que “no cabe coacción en la religión” (2, 256). En la edición del Corán preparada por Julio Cortés se indica que algunos modernistas traducen este texto como “no se debe coaccionar en religión”. Con ello parecen apuntar al principio de la libertad religiosa.

La Biblia, describe a Dios como “lento a la ira y rico en clemencia” y al Mesías futuro como “príncipe de la paz”. Entre las bellas utopías pacifistas de la Biblia cabe citar las siguientes: el arco iris como símbolo de la armonía que Dios establece entre la humanidad y el cosmos, tras el diluvio universal (Gn 8-9); la convivencia ecológico-fraterna del ser humano con los animales más violentos (Is 11, 6-9); el ideal de la paz del profeta Isaías: “Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra” (Is 2, 4). En el sermón de la Montaña Jesús de Nazaret declara felices a los “constructores de la paz” (Mt 5, 9). La paz es precisamente lo que deja como legado a quienes continúan su causa tras su muerte. El mismo Jesús es presentado y definido como “Paz”. Ahora bien, su ideal de la paz nada tiene que ver con la sumisión ante el poder o con la aceptación resignada de la injusticia. Tiene carácter activo, crítico y alternativo. No rehuye el conflicto ni lo sofoca, sino que lo afronta con decisión, lo asume con valentía y lo canaliza por la vía de la justicia. Justicia y paz son inseparables.

Las religiones deben enterrar sus tradiciones violentas y desplegar aquellas que son generadoras de paz. Un paso previo es leer sus textos fundantes críticamente, a través de la práctica de la interpretación, y no fundamentalistamente. Creo con Hans Küng que no habrá paz en el mundo si no hay paz entre las religiones. Ahora bien, para que haya paz entre las religiones, éstas deben continuar el proceso de diálogo ya iniciado, eliminar los rasgos violentos de Dios que ponen al mundo al borde de la destrucción y, quizá algo más importante: “¡No utilizar el nombre de Dios en vano!”.

“Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos”

El futuro de Dios, desde el punto de vista estrictamente religioso, depende de la capacidad de las personas y comunidades creyentes para testimoniarlo y dar razón de él tanto en el seno de la propia confesión religlosa como en el contexto en que han de vivir la fe. Por lo que se refiere al cristianismo, esa capacidad no parece ser hoy muy fuerte y convincente. Como afirma Gottfried Bachtl, “en un mundo que encuentra un gran placer en la palabra sin fin y todo lo reduce a eso, Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos” . Los rezos se convierten, con frecuencia, en un espacio donde Dios viene a morir o a congelarse en los labios de sus más piadosos adoradores.

Ya lo advirtió 24 siglos ha el libro bíblico del Qohélet o Eclesiastés: “Cuando presentes un asunto a Dios, no te precipites a hablar, ni tu corazón se apresure a pronunciar una palabra ante Dios. Dios está en el cielo, pero tú en la tierra: sean, por tanto, pocas tus palabras” (Qo 5,1). Jesús de Nazaret, correligionario del Qohélet, vino a ratificarlo cuatrocientos años después cuando amonestara de esta guisa al grupo de personas que lo acompañaban: “Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas, que gustan de rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para exhibirse ante la gente... Cuando oréis, no seáis palabreros como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán más caso” (Mt 6, 5 8).

Los argumentos de los defensores de Dios, de una aparente factura lógica muy sólida, se quedan en pura formalidad y no logran mover el corazón humano hacia la solidaridad. Es posible que lleguen a demostrar la existencia de Dios con una sarta de razonamientos perfectamente encadenados, pero a costa de sacrificar al prójimo, delante del cual pasan de largo como el levita y el sacerdote de la parábola del «Buen Samaritano» ante la persona malherida. Algo parecido les sucede a los amigos de Job, que estrujan la mente buscando razones en favor de Dios, pero son incapaces de comprender el sufrimiento de su amigo y de com padecer con él. Su obsesión por salvar a Dios les lleva a declarar culpable a Job de acusaciones que no pueden probar. Con tal de preservar al Omnipotente de cualquier crítica, todo les está permitido, hasta cargar sobre el amigo pecados que no ha cometido. Los amigos de Job, como los actuales apologetas de Dios, terminan por ser charlatanes de feria, que repiten la misma retahíla con fines comerciales. Además de insolidarios con el sufrimiento ajeno, son necios, y sus razonamientos en favor de Dios no hay quien se los crea. Mejor así, porque el «dios» que se fabrican es lo más parecido a los tiranos de la historia o a la proyección de «dios» desenmascarada por Feuerbach. Con razón afirma Camus a este respecto que nunca vio morir a nadie por defender el argumento ontológico.

En este ámbito, los creyentes de las diferentes religiones no pueden responsabilizar de la crisis o muerte de Dios a sus críticos. Es, más bien, en los propios creyentes en quienes recae la responsabilidad principal de dicha crisis, como ya advirtiera el concilio Vaticano II en un texto antológico de lúcida autocrítica sobre la génesis del ateísmo moderno: "Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios" (GS 19).

Versiones contrapuestas de Dios

A las tres incoherencias apuntadas por el Vaticano II —descuido de la educación religiosa, exposición inadecuada de la doctrina y falta de testimonio— quizá haya que sumar una cuarta, más grave si cabe: la dificultad —por no decir imposibilidad— de compaginar las imágenes tan dispares y contrapuestas que los cristianos y las cristianas transmiten de Dios.

Mientras el Dios del “dictador cristiano” Pinochet legitimaba la represión contra el pueblo, a través de un cruento golpe de Estado, para salvar del comunismo a la civilización cristiana, donde cree estar más protegido y amparado por el poder, el Dios de los mártires cristianos Monseñor Romero y Ellacuría arriesgaban su vida poniéndose del lado de los pueblos crucificados, corriendo su misma suerte y convirtiéndose Él mismo en “Crucificado”.

Mientras el Dios de Martin Luther King defendía la igual dignidad de todos los seres humanos, como hijos suyos que son, y no permitía discriminación alguna por el color de la piel, el Dios de Pieter Botha, por una parte, y de muchos cristianos norteamericanos, por otra, legitimaba la segregación racial. Mientras creyentes de distintas religiones rezaban a Dios en actos ecuménicos en favor de la paz, los líderes políticos lo invocaban como señor de la guerra, como hicieron Sadam Hussein y George Bush en la guerra del Golfo.

Mientras Ernesto Cardenal intentaba compaginar —con el evangelio en la mano— su experiencia mística de Dios y el sentido poético de la fe con el compromiso por la liberación de su pueblo, Juan Pablo II apelaba al Dios apolítico para echar en cara al ministro cristiano de Cultura de Nicaragua su apuesta por la revolución. Mientras Leonardo Boff presentaba al Dios trinitario como liberador de los pobres y oprimidos y a la Trinidad como modelo de organización social, el cardenal Ratzinger –hoy Benedicto XVI- ponía una mordaza en los labios del teólogo brasileño, como en los mejores tiempos de la Inquisición, y le prohibía hablar del Dios liberador porque causaba escándalo entre los cristianos.

Mientras el moralista Bernhard Haring presentaba a Dios como fuente de una ética de la responsabilidad y a Jesús como principio del seguimiento en libertad, y se negaba a confundir a Dios y a la Iglesia con la Congregación para la Doctrina de la Fe, los funcionarios de dicha Congregación, apoyándose en un Dios represor de la sexualidad y enemigo del cuerpo, le amonestaban, le sometían a un severo proceso y le acusaban de desviarse de la doctrina moral del Vaticano. Fue tan degradante el trato recibido por Häring durante el proceso eclesiástico, que llegó a hacer esta afirmación verdaderamente escalofriante: "Preferiría encontrarme nuevamente ante un tribunal de Hitler"; para añadir a continuación: "Sin embargo, mi fe no vacila".

Mientras el Dios de Pedro Casaldáliga y de los posseiros sale en defensa de los derechos de los campesinos e indígenas, apuesta por una “Tierra sin males” y afirma que “El Verbo se hizo indio”, el dios de los fazendeiros alquila a matones para eliminar a los campesinos e indígenas que claman por la tierra, con la que se sienten identificados.

Mientras el dios nazi legitimaba a Hitler como defensor de la pureza de la raza aria y justificaba el Holocausto como medio de purificación del pueblo judío maldito, el Dios de las víctimas se preguntaba –y siue preguntándose hoy en Gaza, el Congo, etc.-, entre la perplejidad y el desconcierto, dónde estaba Dios cuando las víctimas eran eliminadas en los crematorios de los campos de concentración.

¿Cómo compaginar tantas y tan contrapuestas imágenes de Dios? Es muy difícil, por no decir imposible. Y esto provoca desconcierto y escándalo entre propios y extraños. Dios entra en competencia consigo mismo y termina por auto negarse. Aun cuando la imagen que mejor responde al Dios de los profetas, de Jesús y de los principales fundadores religiosos es la de Sobrino, Ellacuría, Gandhi, Luther King, Casaldáliga, etc., en el imaginario colectivo ha quedado introyectada, cual foto fija, la del Dios déspota, represivo, segregacionista. Y en ese Dios no se puede creer, y menos aún confiar. Mejor que haya cada vez más ateos de ese dios, que es un ídolo.

“Venciste, Galileo”

Desde el punto de vista cultural, el futuro de Dios depende de los contextos y de las condiciones de plausibilidad que se den en los climas sociopolíticos y culturales. Y aquí conviene recordar las previsiones hechas por no pocos sociólogos de la religión e importantes pensadores postreligiosos —incluidos los “teólogos de la muerte de Dios” -a lo largo de todo el siglo XX sobre la secularización. Se anunció, con la solemnidad de una profecía, que el proceso de secularización iba a extenderse como una mancha de aceite por todas las sociedades occidentales; que las religiones no lograrían sobrevivir al siglo XX y se convertirían en un fenómeno residual, sin relevancia sociocultural alguna; que la fe quedaría recluida en el estrecho espacio de la conciencia y sólo sobreviviría en los corazones de las personas creyentes; que el anuncio nietzschiano de la “muerte de Dios” estaba a punto de hacerse realidad. Se creía que el avance del pensamiento crítico de la modernidad llevaba consigo el retroceso del pensamiento mítico de las religiones; que las luces de la razón eliminarían el oscurantismo de las creencias. Cuanto más territorio ganaba la modernidad, más perdían las religiones. Más aún, se consideraba la supresión de la religión como un factor de progreso y de emancipación de la humanidad.

Además, el final de las religiones parecía corresponderse con el final de las ideologías y de las utopías. Eliminadas las tres en lo que pudieran tener de incontrolables y subversivas, ya no había lugar para sobresaltos: todo estaba bajo el control de la razón instrumental.

El sociólogo francés Émile Poulat resumía la mentalidad liquidacionista de la religión, que caracterizaba a algunas corrientes de la modernidad europea, en este texto antológico con el que termina su libro Iglesia contra burguesía: "Has vencido, Galileo... Has vencido, modernidad, y eso te confiere legitimidad histórica. Nos dominas, nos tienes en un puño, nos arrastras quién sabe adónde, y a eso se debe el que, ineludiblemente, se nos pregunte tanto sobre ti, cada vez más y por todas partes".

No pocos cristianos y cristianas hicieron suyas las tesis de los sociólogos de la secularización. ¿Cómo? Ofreciendo una interpretación no religiosa del cristianismo, vaciando la fe de sus dimensiones simbólicas, y místicas, y reduciéndola a su vertiente ética y a su funcionalidad sociopolítica. Ser creyente en plena era de la modernidad exigía renunciar a las adherencias míticas del mundo religioso en que uno había sido educado.

El retorno de Dios, contra todo pronóstico

Sin embargo, ya entrados en el siglo XXI, las previsiones liquidacionistas de Dios y de la religión están muy lejos de cumplirse, y sus autores no podrían ganarse la vida como adivinos. Haciendo un poco de historia, cabe recordar que, a finales de la década de los 70 del siglo XX, se produjo la llarnada “revancha de Dios” o “sorpresa divina”. Algunas religiones recuperaron el protagonismo político y social que habían perdido en décadas anteriores, tanto en Occidente como en Oriente. Sus dioses, tras un largo período de silencio y ocultamiento impuestos, se tornaron visibles a través de regímenes teocráticos, se hicieron audibles por medio de los telepredicadores fundamentalistas y desplegaron algunos de sus viejos atributos más arrogantes y peligrosos para los mortales: omnipotencia, intolerancia, agresividad. Sus líderes religiosos salieron de los recintos sagrados en que vivían recluidos, entraron en la vida pública y tomaron las riendas de los poderes del Estado, imponiendo por decreto a la ciudadanía el propio sistema de creencias y unas normas estrictas de moralidad, sin respetar ni la libertad religiosa ni la de conciencia.

Durante la última década, el factor religioso ha vuelto a convertirse en un elemento fundamental en la configuración de la identidad cultural de algunos pueblos. Cada religión ha recurrido a su Dios unas veces para legitimar guerras, invasiones, agresiones y hasta «intervenciones humanitarias»; otras, como estandarte de la independencia nacional; otras, como punto de apoyo de la resistencia popular; y siempre como piedra arrojadiza contra otros dioses.

Si de la recuperación de la función socio política de las religiones, pasamos al ámbito de la experiencia, puede observarse una revalorización de la subjetividad de la fe, que se corresponde con el proceso de desinstitucionalización de las creencias y de las instituciones religiosas. El escritor y político francés A. Malraux anunció que el siglo XXI sería espiritual o no sería nada. Y no parece que se equivocara en el pronóstico. Estamos asistiendo a un despertar religioso que tiene múltiples y heterogéneas manifestaciones, y que resulta difícil de tipificar. Una de ellas la constituyen los llamados nuevos movimientos religiosos, que los sociólogos de la religión tienden a tipificar en torno a tres grupos: los fundamentalistas, los de inspiración oriental y los psicológico terapéuticos. La mayoría de ellos suelen dar prioridad a la experiencia directa de lo divino sobre los razonamientos y al fervor emocional sobre el pensamiento racional. Operan con una concepción holística —no fragmentada— de la realidad y se apoyan en certezas intuitivas, más que en verdades dogmáticas (salvo en el caso de los fundamentalistas). Buscan una comunidad de apoyo para la reafirmación del yo y, a veces, adoptan actitudes contraculturales. Algunos movimientos, sin embargo, fomentan en sus seguidores actitudes sociales y políticas acríticas, cuando no los alejan de la realidad.

El tiempo de los místicos: Dios como “silencio del universo”

El teólogo alemán K. Rahner predijo que el hombre del siglo XXI sería místico o no sería. Y parece haber acertado. En plena crisis de las religiones, estamos asistiendo a una revalorización de la mística tanto en sus formas profanas como religiosas, que nada tienen de alienantes y mucho de subversivas. La mística es el grado sumo de la experiencia religiosa y el elemento de mayor convergencia entre las religiones. En vano se buscaría en la historia de las religiones resto alguno de conflicto entre los místicos, pues lo que predomina en ellos es una espiritualidad afín en sus rasgos fundamentales. La idea de Dios, que constituye una de los principales fuentes de divergencia entre los teólogos de las distintas religiones, se convierte en punto de coincidencia entre los místicos. Para ellos, Dios es el indecible, el innombrable, el irrepresentable, el elusivo, el sin principio ni fin, el ser gratuito pero no superfluo, como afirmara González Ruiz en el título de uno de sus libros más bellos.

Los místicos y las místicas presentan a Dios como la “Nada pura y desnuda”. Así Hadewijch de Amberes, Ruysbroeck el Admirable y el Maestro Eckhardt. Este último desconfía de toda manifestación divina concreta y de las mediaciones con que pudiera representarse a Dios. La visión nocturna es la que mejor expresa la nada de Dios. En la mística ser y nada coinciden: «El ser no es sino la nada; la nada no es sino el ser», leemos en el poema Escritura de cincel del espíritu creyente, de Seng ts'an. La experiencia de Dios es vivida como inmersión en el abismo de la incognoscibilidad sin fondo. Dios es Misterio y, como tal, inmanipulable y contrario a la magia, ajeno a todo utilitarismo religioso .

Al Dios de los místicos parece referirse el escritor y premio Nobel José Saramago cuando escribe: "Dios es el silencio del Universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio". Para los teólogos ortodoxos de las religiones teístas esto quizá sea decir poco. Para mí es suficiente. Decir más me parece una irreverencia para con Dios y una falta de respeto hacia el Misterio que se esconde en él. Los místicos se sitúan, así, dentro de la mejor tradición judía de la prohibición de las imágenes (teología negativa por excelencia): "No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra... No te postrarás ante ellas ni les darás culto... No pronunciarás el nombre de Yahvé en falso" (Éx 20,4.5.7).

Cuenta el primer libro primero de los Reyes (1Re 19) que, tras caminar cuarenta días y cuarenta noches, el profeta Elías refugia en la gruta del monte Horeb para pasar la noche. Dios le pide que se ponga de pie en el monte porque va a pasar el Señor. Vino un huracán violento que hizo trizas la roca, pero Dios no estaba en el huracán. Vino luego un terremoto, y tampoco estaba Dios en el terremoto. Después vino el fuego, y tampoco estaba Dios en él. Pasó más tarde una brisa suave, y allí estaba Dios. En un bellísimo comentario a este texto, Umberto Eco dice que Dios estaba en el alma de Elías, en los monjes de Qumrán, en los monasterios benedictinos medievales, pero no está en el ruido, o en la primera página de los periódicos, o en la televisión, o en Broadway. “Dio no está en el barrillo”. Máxima válida también para quienes no creen en Dios, pero van tras la Verdad, pues ésta se encuentra en la búsqueda silenciosa, y no en el tumulto.

Encontrar a Dios en el alma sin intermediarios: ése es el objetivo último y el momento cumbre de la experiencia mística. En la teología de Hildegarda de Bingen, cuando el alma llega a la cima de la visión consigue ser semejante a Dios. Las beguinas hablan del retorno del alma a su ser original en Dios e incluso de la aniquilación del alma, que se convierte en “lo que es Dios”. Estas mujeres llegan a elaborar una lengua propia para poder expresar su plena conjunción con Dios. El ser humano se desposee de su ser “creado” para recuperar su ser “increado” y llegar a ser “Dios con Dios” (Hadewich de Amberes) o “Dios en Dios” (Maestro Eckhardt).

El tema central del libro Espejo de las almas simples anonadadas, de Margarita Porete, declarada hereje y quemada viva en 1310, es la liberación que logra el alma al aniquilarse en Dios por amor, hasta transformarse en Dios. “Amor: Yo soy Dios, pues Amor es Dios y Dios es Amor, y esta Alma es Dios por condición de Amor y yo soy Dios por naturaleza divina, y esta Alma es por justicia de Amor. De forma que esta mi preciosa amiga es instruida y conducida por mí sin ella, pues ella se ha transformado en mí” . Hay aquí una identidad entre Dama Amor y Dios. Es la unión sin diferencia. Se trata, en definitiva, de una radicalización de la doctrina tradicional de la deificación en la línea de la patrística griega y del pseudo-Dionisio, que es común a las místicas del siglo XIII y tiene su fuente de inspiración en Guillermo de Saint Thierry.

La mística, en el horizonte del sentido y de la trascendencia

Habrá quien, desde posiciones racionalistas, siga repitiendo la vieja cantinela de que la mística es antiintelectualista y puramente emocional, y que se mueve fuera de la órbita de la razón. Pero los más recientes estudios interdisciplinares parecen desmentirlo. Lo que muestran, más bien, es que en ella se compaginan armónicamente el intelecto y la afectividad, la espiritualidad y la teología, la experiencia y la reflexión, la facultad de pensar y la de amar.

Tampoco tiene mucha consistencia la acusación de ahistórica que se lanza contra ella. La mística tiene mucho de sueño, es verdad. Pero el sueño está cargado de utopía. Y, como afirma Walter Benjamin, la utopía "forma parte de la historia". Ciertamente, la utopía se ubica en el corazón de la historia, pero no acomodaticiamente y a ras de suelo, sino críticamente y en el nivel de la profundidad.

Sobre los místicos pesa otra acusación: que huye de la realidad como de la quema y se recluye en la soledad individualidad de la contemplación por miedo a mancharse las manos. A ello cabe responder con Cristina Kaufmann que la mística "es el dinamismo interno de toda actividad solidaria y creativa del cristiano. Crea personas de incansable entrega a los demás, de capacidad de transformación de las relaciones entre las personas, ya que hace vivir al sujeto en consciente y operativa comunicación con la fuente misma de la vida: Dios" .

A la experiencia mística se la acusa también de que, en ella, el sujeto se pierde en el abismo de la trascendencia y desaparece. No es ésta, sin embargo, la impresión que se tiene leyendo a los místicos. Sin sujeto no hay experiencia religiosa. Él es el verdadero protagonista de la vida de fe. La experiencia mística implica a la totalidad del sujeto, que, en su relación con Dios, se siente transformado y enriquecido en sus facultades cognitivas y afectivas. He aquí dos textos de Angelus Silesius: "Yo sé que, sin mí, Dios no puede vivir ni un instante. Si yo me aniquilo, Él tiene que dejar necesariamente el espíritu"; "Yo soy tan rico como Dios, no puede existir ninguna partícula que yo, hombre, créeme, no tenga en común con Él" . El Maestro Echkart lo ratifica en un texto enigmático: "Por eso ruego a Dios que me vacíe de Dios, pues mi ser esencial está por encima de Dios, en la medida en que comprendemos a Dios como origen de las criaturas... Soy la causa de mí mismo según mi ser, que es eterno, no según mi devenir, que es temporal... En mi nacimiento (eterno) nacieron todas las cosas, y si (yo) hubiera querido no habría sido ni yo ni todas las cosas; pero si yo no hubiera sido, tampoco habría sido Dios: que Dios sea Dios, de eso soy yo una causa; si yo no fuera, Dios no sería Dios” .

Matilde de Magdeburgo habla en su obra La Luz resplandeciente de la Divinidad de la “Alienación de Dios”, del vacío de lo que resplandece y de la inuitilidad de la emanación como modo de la Luz resplandeciente, de la noche y la oscuridad, de la soledad y el sufrimiento, de la necesidad de habitar el desierto. En el poema sobre las doce cosas del desierto, de la obra citada, podemos leer: “Debes amar la nada,/ debes huir del algo,/debes permanecer sola/ y no ir a casa de nadie./ Debes ser activa/ y libre de todas las cosas. /Y liberar a los cautivos y encarcelar a los libres./ Debes consolar a los enfermos /y no quedarte nada para ti./ Debes beber el agua del sufrimiento/ y alumbrar el fuego del amor con los leños de las virtudes/ Y así habitarás el verdadero desierto” .

A la mística se la acusa de ser conformista con la realidad y fomentar actitudes pasivas. Esta crítica tampoco parece resistir un análisis en profundidad. Los místicos suelen ser incómodos al sistema, tanto religioso como político, por su carácter subversivo y desestabilizador. Sus experiencias son objeto de estricto control por parte de los inquisidores. Sus mensajes están en el punto de mira de los poderes doctrinales, verdaderos cancerberos de la fe. Veamos dos ejemplos. Juan de la Cruz fue detenido y encarcelado por los enemigos de la reforma carmelitana. El Maestro Eckhart fue controlado siendo profesor de teología y formador, y, poco más de un año después de su muerte, el papa Juan XXII hacía pública una Bula en la que condenaba una serie de proposiciones sacadas de sus obras.

La mística se sitúa en el horizonte del sentido, y el Dios de los místicos tiene mucho que ver con dicho horizonte. Por eso me parece que tiene futuro.

En la senda de la liberación, de la vida y de la esperanza

También tiene futuro el Dios de la libertad y de la liberación, de la esperanza y de la compasión, de la justicia y de la vida, que está en la base de las teologías de la liberación y de los movimientos de solidaridad de todas las religiones. Es el Dios que, como en el Éxodo, escucha el clamor de los pueblos oprimidos, ve la opresión a que los egipcios someten a los hebreos y, movido por la compasión, envía a Moisés a liberarlos (Éx 3, 9-10). El Dios de los profetas que detesta los sacrificios y el humo del incienso, aborrece los novilunios y las solemnidades, está harto de de holocaustos y desoye las plegarias de los que se dirigen a él para pedirle favores (Is 1, 10-15); la verdadera religión para él es desistir de hacer el mal, aprender a hacer el bien, buscar lo justo, reconocer sus derechos a los oprimidos, hacer justicia a los huérfanos, abogar por las viudas, acoger a los extranjeros, vendar los corazones rotos, comsolar a los que lloran, partir el pan con el hambriento y liberar a los cautivos de sus cadenas (Is 1, 17; 61, 1-2). Es el Dios que se resiste a mirar al pasado, y llama a dirigir la vista al futuro, donde se encuentra lo nuevo, como dice el Segundo Isaías: "No recordéis el pasado, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?" (Is 43,18). Precisamente el futuro es una dimensión constitutiva del Dios de la Biblia, y la esperanza la respuesta ante la oferta del futuro.

Es el Dios que defiende la vida, sobre todo la de los pobres, que siempre se ve amenazada por peligros de todo tipo: hambre, persecuciones, inmigración, discriminación por razones religiosas, étnicas, sociales, culturales, de género, etc., frente a los ídolos —sobre todo económicos— de muerte, que exigen sacrificios para aplacar su ira, pero no sacrificios cualesquiera, sino la vida de los pobres.

Es el Dios que defiende la vida de la naturaleza, frente a los ídolos que la depredan y la sacan el jugo hasta dejarla exhausta; el Dios de la misericordia, que cancela a los empobrecidos la deuda impuesta por los poderosos, frente a los dioses del neoliberalismo, que exigen pagar hasta el último céntimo de una deuda surgida de la explotación.

Es el Dios al que se accede no a través de complicadas operaciones mentales, sino «contemplándolo y practicándolo» (G. Gutiérrez). Como afirma Jon Sobrino, al Dios liberador se le va conociendo en la praxis de la liberación, al Dios bueno y misericordioso en la praxis de la bondad y de la misericordia, al Dios escondido y crucificado en la fidelidad en la persecución y martirio, al Dios de la utopía en la praxis de la esperanza. Es, en fin, el Deus humanisimus del que habla el teólogo holandés Edward Schillebeeckx.

Todavía habrá quien se pregunte cómo puedo asociar dos concepciones y experiencias de Dios tan dispares como la de la mística y la de la liberación. Mi respuesta es que no hay tal disparidad, como muestra L. Boff cuando define al cristiano/a como contemplativo/a en la liberación .

El Dios de los místicos y de la liberación no tiene nada de Omnipotente, al estilo de los poderosos de la tierra. Cuando las religiones se empeñan en presentar a Dios con el atributo de la omnipotencia, lo convierten en dueño y señor de vidas y haciendas, que se pone del lado de los dictadores y aplasta a las personas sin poder. Ese Dios, que ha estado vigente durante muchos siglos, carece de futuro.

Sí tiene futuro, sin embargo, el Dios que aparece como víctima, débil, sufriente, crucificado. "Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo —escribía el teólogo mártir Dietrich Bonhoeffer el 16 de Julio de 1944 desde una prisión nazi— y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mateo 8,17 indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y sus sufrimientos... Sólo el Dios sufriente puede ayudarnos" .

Adiós al Dios del teísmo

El Dios del teísmo carece de presente y de futuro. "Dios está por encima del Dios del teísmo”, afirma Paul Tillich, quien aboga por superar los teísmos y desenmascara a los dioses que se esconden tras ellos. El teísmo político enfunda a Dios en una retórica hueca y lo invoca para causar impacto en el auditorio y como garantía del cumplimiento de las promesas de los políticos, que nunca llegan a cumplirse y, en consecuencia, sumen a Dios en el más profundo descrédito. La palabra «dios» en sus labios está vacía de contenido. Ese teísmo debe ser superado porque resulta irreverente y está siempre del lado del poder de los dictadores. Pero también hay que superar al Dios del teísmo teológico, que es un ser aparte de los demás seres y una parte de la realidad total, su parte más importante, es verdad, pero, en definitiva sometida a la totalidad. Ese Dios priva al ser humano de su subjetividad. Aparece como el tirano invencible, que no permite el desarrollo de la libertad de los demás seres. "Este es el Dios —matiza Tillichque Nietzsche dijo que había que matar porque nadie puede tolerar el ser convertido en un mero objeto de un conocimiento absoluto y de un control absoluto" .

Volvemos así de nuevo al Dios de los místicos, que está por encima de cualquier representación de Dios. El ser humano sólo puede hablar de Dios por medio de símbolos. Éstos apuntan hacia Él, pero no coinciden con Él ni lo agotan. Todo conocimiento de Dios es un conocimiento simbólico. Todo confesión de Dios no pasa de ser un símbolo de la fe. A este Dios no se le puede matar del todo, por mucho que lo pretendan los distintos ateísmos, dice Tillich. Sólo se puede matar a los ídolos. Dios siempre vive y pervive porque está "en el fondo del ser".

El Dios de la teodicea, defensor a ultranza de su omnipotencia e insensible al sufrimiento de las víctimas, hace mucho tiempo que está herido de muerte, si no muerto del todo. Primero fue Epicuro quien, con su conocido argumento —constantemente reformulado a lo largo de la historia de la filosofía—, puso en cuestión la incompatibilidad entre la bondad y la omnipotencia de Dios. El filósofo Pierre Bayle, veinte siglos después, aplicó el argumento epicúreo a la inevitabilidad o no, por parte de Dios, del pecado original, que, según la doctrina tradicional, es la causa de todos los males posteriores y de la muerte.

Voltaire volvió a retomarlo con motivo del terromoto de Lisboa, sucedido el 1 de noviembre de 1775, que le sirvió de base real para mofarse de Leibniz, cuyo optimismo había compartido antes. “Se alza contra los abusos que se pueden hacer de ese antiguo axioma ‘todo está bien’. Adopta aquella triste y más antigua verdad, recocnocida por todos los hombres, de que hay mal en la tierra; confiesa que el lema ‘todo está bien’, tomado en sentido absoluto y si la esperanza de un futuro, no es más que un insulto a los dolores de nuestra vida... Reconoce, pues, con toda la tierra que hay mal en el mundo, así como que ningún filósofo ha podido explicar el origen del mal moral y físico” . El terremoto de Lisboa, constata Adorno, fue suficiente para curar a Voltaire de su adición a la teodicea leibniziana. Ahora bien, la negatividad de la existencia se pone de manifesto en toda su radicalidad en Auschwitz: "Pero la abarcable catástrofe de la primera naturaleza fue insignificante comparada con la segunda, social, cuyo infierno real a base de la maldad humana sobrepasa nuestra imaginación”. Hasta la capacidad de la metafísica quedó paralizada después de Auschwitz, "porque lo ocurrido le deshizo al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experencia" .

Luego vino Kant quien decretó el fracaso de toda teodicea. En este asunto, dijo, no se trata tanto de razonar ingeniosamente cuanto de ser sinceros reconociendo la incapacidad de nuestra razón y de ser honrados no falseando nuestros pensamientos. Así lo expresó en un breve y lúcido texto que lleva por título Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea, donde afirma que “la Tedodicea no es tanto asunto de ciencia cuanto, mucho más, de fe”.

Dostoievski y Camus lo reformularon en toda su radicalidad a partir del sufrimiento de los inocentes, que constituye todo un grito y una rebelión contra Dios. Las víctimas que aparecen en las obras de estos autores someten a Dios a un juicio moral. Ivan Karamazov se rebela contra la creación divina donde sufren los niños. "No es que no admita a Dios, Aliosha —firma en la novela de Dostoievski Los hermanos Karamazov—; me limito a devolver respetuosarnente el billete” . En Camus, la indignación de la razón contra la creación lleva derechamente a la negación de Dios. Reformulando el viejo argumento de Epicuro afirma: "Se conoce la alternativa: o bien somos libres y Dios todopoderoso es responsable del mal, o bien somos libres y responsables, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escuela no han añadido ni quitado nada a lo decisivo de esta paradoja" .

Comparto la calificación de “fraudulenta” que hace J. Muguerza de la noción leibniziana de mal y coincido con él en que su poder explicativo es “prácticamente nulo”. Esa noción hace abstracción de los males concretos que afectan realmente a los seres humanos. Es en esa abstracción donde se encuentra precisamente la base estratégica que lleva a Leibniz y sus fieles seguidores a afirmar que este mundo “es el mejor de ltodos los mundos posibles”. Ahora bien, cuando el mal metafísico se desglosa en los males visibles, papables y sufribles concretos, el optimismo leibniziano se viene a bajo como un castillo de naipes ante un soplido. Vuelve a oírse entonces la incisiva pregunta que ya hiciera Voltaire: “¿Curaréis vuestros males pretendiendo negarlos?”.

Hablar de Dios, creer en Dios y orar a Dios, después de Auschwitz

Los filósofos judíos se preguntan si se puede hablar de Dios, creer en él y rezarle después de Auschwitz. Para Elie Wiesel, Dios y Auschwitz son incompatibles, pues el primero es la Creación, mientras que el segundo es la Destrucción Total. Pero, a la vez, ambos son inconcebibles, inexpresables; pertenecen a la esfera del (M)misterio, con mayúscula y minúscula. Hans Jonas, en su conocido artículo El concepto de Dios después de Auschwitz. Una voz judía plantea dos objeciones a la idea tradicional de un poder divino absoluto e ilimitado: una, lógica; otra, teológica. Y concluye su razonamiento de manera contundente: "¡No es un Dios omnipotente!". Prefiere hablar de un Dios sufriente, un Dios que deviene, un Dios involucrado en el devenir de la creación —ser humano y naturaleza—. A la hora de elegir entre la omnipotencia y la bondad sacrifica la primera y opta la segunda.

La teodicea falsea la realidad y se olvida del dolor de las víctimas. Por ello constituye, según la certera observación de W. Oelmüller, un auto engaño para quienes la elaboran, un engaño para los otros, especialmente para las víctimas y, como dijera el libro de Job, un insincero «embuste para Dios» . Tras este rápido recorrido cabe concluir con Georg Büchner, en su obra teatral La muerte de Danton, que el sufrimiento es la roca del ateísmo.

Contra la teodicea se levanta hoy con especial severidad la teología feminista, que la considera, a mi juicio con razón, una invención de la teología patriarcal y al tiempo que sospecha que se trata de una evasión ante el sufrimiento, más aún, de una negación del sufrimiento. La teología feminista prefiere hablar de Dios como “Fuente de todos los bienes”, ”Viento vivo”, “Agua de la vida”, “Luz”, etc. y utilizar símbolos que expresen no sacrificio, entrega o sumisión, sino comunión, religación no opresiva como, por ejemplo, el Dios Amor, de san Juan, o Dios en el fondo del ser, de Paul Tillich. Todo ello dentro de la mejor tradición de la teología mística, como la de Beatriz de Nazaret, religiosa cisterciense del siglo XIII, que en una de sus Visiones ve a Dios como la fuente de un gran río del que salen otros ríos y arroyos: el gran río es Dios; los otros ríos, los estigmas de Cristo; los arroyos, los dones del Espíritu Santo.
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